Bienvenidos

Este blog se propone brindar información complementaria a las materias de Realidad Socioeconómica Mundial y Argentina, a modo de herramienta para la cursada.



martes, 22 de junio de 2010

La Argentina frente al nuevo panorama político y económico mundial.



La llegada del peronismo por cuarta vez al poder se produjo en julio de 1989. Fue el año de la caída del Muro de Berlín y el derrumbe de la caída de los regímenes comunistas en Europa central en el marco de la disolución de la Unión Soviética, ocurrida en 1991. el año 1989 fue también el del Consenso de Washington. Se denominó así a un conjunto de acuerdos convenidos por representantes de organismos estadounidenses e internacionales. Intervinieron en ellos miembros del Banco Mundial y del FMI, del Departamento del Tesoro y del Departamento de Estado de los Estados Unidos, de los ministros de finanzas del grupo G-7 (los siete países más industrializados), y los presidentes de los bancos de mayor alcance internacional. Se acordó que se otorgaría ayuda financiera a los países que sufrieran inconvenientes con el sector externo, en la medida en que estos aceptaran las ideas económicas del Consenso. Las medidas que los países en dificultades – es decir, los países no desarrollados, y entre ellos los de América Latina – deberían implementar eran las siguientes: reformar al Estado desregulando sus actividades, otorgar facilidades a las inversiones extranjeras, liberar el sistema financiero, mejorar el sistema impositivo y luchar contra el déficit fiscal.

La apertura de la economía.

Carlos Menem, en su discurso ante la Asamblea Legislativa Nacional, anunció el comienzo de una nueva política con estas palabras: “Desde el Estado nacional vamos a dar el ejemplo a través de una cirugía mayor que va a extirpar de raíz males que son ancestrales e intolerables. Todo aquello que puedan hacer por sí solos los particulares no lo hará el Estado Nacional.”
Meses antes de su asunción a la presidencia, Menem había anunciado su acuerdo con el holding Bunge & Born, para que uno de sus hombres se hiciera cargo del Ministerio de Economía. Finalmente se impuso el nombre de Néstor Rapanelli, un alto ejecutivo del grupo empresario. El nuevo ministro anunció el 17 de julio un plan de drásticas reformas para el sector público, un acuerdo con 300 empresas líderes para congelar los precios por 90 días y una convocatoria para la realización de negociaciones paritarias entre empresarios y sindicatos. Al día siguiente, el Poder Ejecutivos envió al Congreso los proyectos de leyes de Reformas del Estado, y de Emergencia económica, que marcaron un claro distanciamiento con las premisas del peronismo histórico. Por el primero, se le otorgó al Poder Ejecutivo amplias facultades para la ejecución de un plan de privatizaciones, olvidando las críticas efectuadas – poco tiempo antes – por los justicialistas a los intentos privatizadores de Alfonsín. Por el segundo, el Estado fue liberado de su obligación de “comprar lo nacional”, suspendiéndose por el período de seis meses toda clase de subsidios. La UIA y la SRA otorgaron un inmediato respaldo a estos proyectos. La Ley de Reforma del Estado fue aprobada el 17 de agosto sin el acuerdo del radicalismo, mientras la ley de Emergencia Económica fue sancionada el 1 de septiembre, luego de reformas impuestas por el radicalismo.

Las privatizaciones, contempladas en la Ley de Reforma del Estado, no se hicieron esperar. En agosto, Roberto Dromi (ministro de Obras y Servicios Públicos) anunció la venta de las emisoras de radio y los canales de televisión del Estado, mientras María Julia Alzogaray, designada para la privatización de ENTEL, hacía lo mismo con dicha empresa. En septiembre continuaron los anuncios con SEGBA (Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires), los ramales ferroviarios y la desregulación de la actividad petrolífera. Mientras tanto, algo quedaba pendiente y era atender las expectativas de obreros y sindicatos peronistas que habían votado al gobierno, y recordaban las consignas preelectorales basadas en el “salariazo” y la “revolución productiva”. En septiembre de 1989, el presidente anunció que no se permitirían aumentos salariales, y Rapanelli informó que de ese momento en adelante, los aumentos se harían en base a la inflación proyectada (por el gobierno) y no en relación a la inflación pasada. Ante esos hechos, la CGT se dividió en dos grupos, uno conciliador con las políticas gubernamentales encabezado por Andreoni, y otro confrontativo dirigido por Saúl Ubaldini.

Hacia fines de 1989, la situación económica empeoró. Los controles de precios, salarios, de cambio y tasas de interés eran la parte no tolerada de la política oficial, por los que demandaban una política económica abierta y liberal. El gobierno devaluó fuertemente el austral y liberó el mercado de cambios. Fueron aumentados combustibles, tarifas y salarios. El dólar se disparó otra vez, la inflación pasó del 6,5% al 40%, y Rapanelli fue reemplazado por Erman González quien, al comenzar el año 90, canjeó compulsivamente los depósitos de los ahorristas por BONEX (Bonos Externos). Fue un acto de expropiación con graves consecuencias para los pequeños y medianos ahorristas. El primer día de cotización la lámina de 100 Bonex se vendió a menos de la mitad de su valor nominal. En febrero, la inflación alcanzó el 79% y llegó al 95% en marzo de 1990. En abril, la situación mejoró y hacia el mes de noviembre, el gobierno considerando que el Estado era un mal administrador, anunció la privatización del Jardín Zoológico y de Aerolíneas Argentinas, mientras el 18 de diciembre, informaba la misma decisión para 13 organismos estatales (SEGBA, OSN, Gas del Estado, YPF, Puertos, ELMA, Yacimientos Carboníferos Fiscales, Vialidad, Ferrocarriles, la Casa de la Moneda, la Junta de Granos y Subterráneos). Los beneficiarios de las privatizaciones fueron los grandes grupos económicos más poderosos del país asociados con operadores internacionales. La concentración económica creció y estos grupos aumentaron su poder e influencia. Una de las características más negativas de las privatizaciones fue la de otorgarles a las empresas un virtual monopolio en su área de acción. A pesar de todo, la inflación no se detenía. Fue entonces cuando se aprobó el paso de Domingo Cavallo de la Cancillería al Ministerio de Economía.

Convertibilidad, estabilidad y desocupación.

El 19 de febrero de 1991, Cavallo, con muy buena imagen, asumió la conducción del Ministerio de Economía y envió su proyecto de Ley de Convertibilidad al Congreso. El plan fue convertido en ley de la Nación; en Diputados votaron en su contra el radicalismo, el partido Intransigente, la Democracia Cristiana y otros partidos de izquierda.
A partir de 1992 comenzó a circular la nueva moneda: el peso, que equivalía a un dólar. El Banco Central debía contar con una reserva de divisas igual a la moneda en circulación, y se prohibió emitir moneda sin respaldo. El alza de precios se desaceleró y continuó así, hasta que en 1996, la Argentina figuró entre los países con menos inflación del mundo. Se implantó un régimen tributario con fuertes controles sobre la evasión de las pequeñas y medianas empresas. El plan permitió alcanzar la ansiada estabilidad; con esto retornaron las ventas a crédito, y la economía se reactivó. Los años 1991, 92, y 93 evidenciaron esa recuperación: de 200 mil heladeras vendidas en 1990 se pasó a cerca de 800 mil en 1993, la demanda fue también intensa en lavarropas, televisores y automóviles.
Estos logros tenían una contracara: la caída del salario real. Éstos, a partir de 1990 comenzaron una declinación ininterrumpida. Se trabajara tanto en el ámbito público como en el privado, el resultado era el mismo. En el primero, el congelamiento era resultado de las restricciones presupuestarias; en el segundo, la misma reducción salarial era, de decía, condición necesaria para poder competir.
La convertibilidad no solo ocasionó el derrumbe de los salarios, sino un masivo ingreso de capitales que produjo una desconocida liquidez (disponibilidad de dinero), a partir de la cual apareció una sensación de riqueza disfrutada por los sectores medios que no volvería a repetirse. Mientras tanto, la espectacular venta de empresas o activos públicos atraía a inversores externos y capitales repatriados. Su compra fue disputada por los grandes grupos económicos locales, y conglomerados extranjeros conocidos, desarrollándose un proceso de concentración económica que perjudicó, y en muchos casos, llevó a la quiebra a la mediana y pequeña empresa nacional. En este marco, fue destacado el papel jugado por las empresas trasnacionales, que en alianza con representantes de la burguesía nacional, tomaron el control de las empresas alimenticias, industriales y supermercados.
El Estado se fue desprendiendo de la administración de tantas empresas deficitarias. Estaba recaudando como pocas veces en su historia y había recibido unos 200.000 millones por las privatizaciones. Ahora tenía las manos y el presupuesto libres para ocuparse de los temas que justifican su existencia: salud, educación, asistencia y previsión social y seguridad.
El primer cimbronazo del plan Cavallo se produjo entre 1994 y 1995 como consecuencia de la crisis mexicana. Con el llamado “efecto tequila” se inició el ciclo económico caracterizado por la fuga de capitales, la recesión y el aumento constante del desempleo. En 1996 la crisis provocó la renuncia de Cavallo y Roque Fernández asumió como ministro de Economía, sin que mejorara sustancialmente la situación económica.

El fin del Estado Benefactor.

Los acuerdos iniciales del gobierno de Menem con el empresariado y las medidas propuestas por el Consenso de Washington exigían una reforma del marco legal regulatorio del mercado laboral. Estas reformas se denominaron flexibilización laboral y apuntaban a minimizar costos a partir de la reducción de las indemnizaciones por despidos y de la generalización de los contratos de trabajo por tiempo corto, ignorando la continuidad y seguridad en el empleo.
La precarización laboral (trabajo mal pago e inseguro) había hecho su aparición durante el gobierno radical (que introdujo la llamada contratación a tiempo determinado) pero fue en la década de los 90 que alcanzó dimensiones insospechadas. Algunos de los instrumentos legales que posibilitaron la flexibilización laboral fueron: el decreto 1334 de 1991 que impuso la mejora en la productividad como único medio para alcanzar aumentos salariales, la ley de accidentes de trabajo de ese mismo año, por la que se fijaron topes y menores indemnizaciones por esa causa, y la ley de empleo de 1993, por la que se redujeron los aportes patronales para jubilaciones y obras sociales, junto con las indemnizaciones por despidos injustificados. Tras diez años de cambios económicos estructurales, el país recuperó la confianza en su moneda y volvió el crédito. Sin embargo, según datos del Banco Mundial a mediados de 1999, el 20% más rico de la población se queda con la mitad del ingreso nacional, mientras que el 20% más pobre solo recibe el 5%; casi la mitad de la población argentina vivía en la pobreza.

lunes, 5 de abril de 2010



Pagina 12
Domingo, 28 de febrero de 2010


La “amenaza” del Estado

Por Mario Rapoport *





John M. Keynes, economista inglés (1883-1946).

La cuestión del Fondo del Bicentenario oculta otra sin duda más importante: la del rol del Estado en la vida económica y social del país. En los “dorados” años ’90 la revista liberal The Economist (20-9-1997) dedicaba uno de sus números al futuro del Estado. Para dar el tono, en la tapa se dibujaba una implacable mano mecánica que amenazaba con un dedo a una pobre mujer solitaria huyendo despavorida. Y en el interior de la revista se destacaba, entre otras cosas, que “el crecimiento de los gobiernos en las economías avanzadas [...] ha sido persistente, universal y contraproductivo”, llegándose a afirmar que la “democracia es verdaderamente incompatible con la libertad”. El extremo era una foto de estudiantes festejando su graduación subtitulada: “Hagamos que ellos paguen” (su propia educación). Esas ideas, tan primitivas (y peligrosas) empujaron la crisis mundial que padecemos.
En verdad, durante décadas, los magos del neoliberalismo han demonizado al Estado. Con un pase de magia nos han dicho que “achicar el Estado es agrandar la nación”. Pero esta frase tenía significados ocultos; no se lo estaba haciendo desaparecer, se hacía creer que desaparecía mientras seguía muy activo tratando de mantener el orden establecido o de alterarlo de acuerdo con los intereses de los que detentaban el poder en ese mismo Estado. Por supuesto, el endeudamiento público servía para agrandar fortunas personales. Todo esto con la complicidad de entidades internacionales, que ayudaron a “desfondar” las riquezas que quedaban.
Bajo el predominio neoliberal, el Estado se desentendía de cualquier acción destinada a paliar las desigualdades sociales generadas por el mercado, e incluso las acentuaba a través de la legislación laboral y de políticas que fomentaban el desempleo. Tenía, sin embargo, una activa participación en la desregulación de las actividades financieras, la apertura externa, la venta de activos públicos y el sostenimiento de un “cepo” cambiario. En este último caso se trataba, paradójicamente, de un tipo de cambio fijo, para el que la libertad de mercado no funcionaba, aunque ayudaba a garantizar la entrada de capitales externos y su tasa de rentabilidad posibilitando, luego, su posterior fuga. Más aún, si nos remontamos hacia atrás, la prédica de un Estado presuntamente imparcial, con escasa o nula intervención en la actividad económica, queda desenmascarada cuando se observa que la implantación de los modelos neoliberales es precedida y acompañada en América latina por el terrorismo de Estado, como en Chile, en 1973, y en Argentina, en 1976. El discurso que promovía la retirada del Estado de la esfera económico-social no impedía, en nuestro país, llevar adelante la contención del salario nominal, la disolución de la CGT, la supresión de actividades gremiales y la reforma a la Ley de Contratos de Trabajo. Tampoco significaba un impedimento para implementar la Cuenta de Regulación Monetaria, una especie de subsidio indirecto y garantía del sector financiero; así como la nacionalización por conveniencia personal de la Compañía Italo-Argentina de Electricidad, de la que Martínez de Hoz había sido director. Y todo ello completado con la socialización/estatización de la deuda externa privada, en la que tuvo responsabilidad el entonces presidente del Banco Central, Domingo Cavallo. Es decir, como afirmaba Karl Polanyi, “el laissez faire no era un método para lograr una cosa, sino la cosa que quería lograrse”, sólo alcanzable por medio de la acción estatal.
En el orden mundial ha ocurrido lo mismo. Tanto en el caso de Thatcher como en el de Reagan fueron poderosas intervenciones públicas las que impusieron nuevas reglas del juego a los actores económicos en beneficio de los más ricos; las que redujeron la protección social y abrieron la vía de la globalización y la desregulación de la actividad económica con su secuela de burbujas especulativas y crisis periódicas. Pero, al mismo tiempo, tanto en el campo de la seguridad interna como en el terreno internacional –cuya muestra más clara fue la invasión a Irak– los gastos del Estado se multiplicaron hasta llegar a ser calificada esa política como una especie de keynesianismo militar. Cierto es que el Estado norteamericano actuó en momentos críticos a fin de tratar de ayudar a las grandes empresas o bancos en quiebra de su país. Como en el caso de las Cajas de Ahorro y Préstamo en los años ’90, o en la actual acción masiva para salvar a instituciones financieras. Siempre, claro está, con el dinero de los contribuyentes (ergo, la recaudación fiscal del Estado). Según Philippe Frémeaux, un respetado economista francés, “las teorías de Friedrich Hayek y Milton Friedman fueron útiles para reducir la redistribución de los ingresos de los más pobres, pero se regresa bien rápidamente a John Maynard Keynes cuando se trata de salvar al capitalismo de su derrumbe”. Parafraseando al recordado Atahualpa Yupanqui: “Las pérdidas son de todos, las ganancias son ajenas”.
Para eliminar confusiones: el Estado nunca se fue. Frente a visiones que lo reducen a un aparato burocrático, a un conjunto de instituciones relacionadas con la conservación del orden sobre un determinado territorio (detentando el monopolio de la violencia legítima según Max Weber), el tipo de Estado resultante en una sociedad es la consecuencia del orden socioeconómico que logran imponer los sectores cuyos intereses son hegemónicos. Por eso se produjo el salvataje bancario. Pero no se avanzó mucho más, no hubo una reorientación de recursos hacia las principales víctimas: ahorristas, propietarios de inmuebles, pequeñas y medianas empresas, desocupados, etc.
Curiosamente, si el sistema bancario y financiero, responsable de la crisis, no fue castigado, ahora se pretende punir a algunos estados nacionales. Por ejemplo, se quiere obligar a Grecia y a España a realizar políticas de ajuste (achicar el gasto público, reducir empleos y salarios, etc.) como las que fracasaron en la Argentina, haciéndolos responsables de sus propias crisis. Claro que esos países tienen un serio problema: no pueden devaluar su moneda porque están en la zona del euro, esa especie de “dolarización” a la europea.
Aquí se trata de frenar la utilización de las reservas para evitar que el Estado las “malgaste” cuando EE.UU. sobrevive a su endeudamiento gracias a la emisión de dólares o bonos. Pocos critican la fuga de capitales por cifras mayores al propio Fondo (eso no es “malgastar” las reservas, hay que conservarlas para cuando sea necesario volver a llevárselas), pero se quiere impedir que se utilicen (aunque pueda discutirse la forma más conveniente) para gastos sociales y de infraestructura y para aliviar la deuda pública externa. El Estado es un mal administrador salvo cuando tiene que socorrer al capital privado estatizando su propia deuda, como en la última etapa de la dictadura militar.
Como decía Keynes frente a la crisis del ’30, “lo que nos hace falta ahora no es apretarnos la cintura, sino animar la expansión y la actividad, comprar cosas, crear cosas”. Y los medios para ello no deben venir de un ilusorio y condicionante financiamiento externo, sino de la propia lógica del crecimiento interno que permitió generar recursos financieros genuinos. La experiencia de la crisis de 2001 es una ventaja que no podemos desaprovechar porque conocemos el final de la película. Cuidémonos de no repetirlo.
* Economista e historiador.
//
La hora de la dependencia mutua
Mundo-consumo , que Paidós distribuirá en abril, ofrece una reflexión sobre el lugar de la ética en las sociedades actuales.Según Bauman, oponerse a la globalización es inútil y estéril .




Por Zygmunt Bauman.


Con independencia de cualquier otro significado que pueda tener el término, "globalización" significa aquí que todos somos mutuamente dependientes. [...].
Ésta es la situación en la que, lo sepamos o no, construimos nuestra historia compartida en la actualidad. Aunque gran parte de ese hilo histórico que vamos desenmarañando [...] depende de las elecciones humanas, las que no están sujetas a elección son las condiciones en las que se efectúan tales elecciones. Tras haber desmantelado la mayoría de los límites espacio-temporales que confinaban el potencial de nuestras acciones al territorio que podíamos inspeccionar, vigilar y controlar, ni nosotros ni quienes sufren las consecuencias de nuestras acciones podemos ya resguardarnos de la red global de dependencia mutua actualmente existente. No se puede hacer nada para detener la globalización (y menos aún para invertir su sentido). Se puede estar "a favor" o "en contra" de la nueva interdependencia a escala planetaria, pero el efecto de ese posicionamiento será parecido al de apoyar o deplorar el próximo eclipse de sol o de luna previsto. Sin embargo, es mucho lo que depende de que consintamos o nos resistamos frente a la desigual forma que ha adoptado hasta el momento la globalización del sufrimiento humano.
Hace medio siglo, Karl Jaspers podía aún separar nítidamente la "culpa moral" (el remordimiento que sentimos cuando ocasionamos un daño a otros seres humanos, ya sea por algo que hemos hecho o por algo que hemos dejado de hacer) de la "culpa metafísica" (la culpabilidad que sentimos cuando un ser humano sufre un daño, aunque no haya sido debido en absoluto a una acción nuestra). Con el avance de la globalización, esta distinción ha sido despojada de su anterior sentido. Las palabras de John Donne ("Nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti") representan la auténtica solidaridad de nuestro destino ; lo que sucede, sin embargo, es que la solidaridad de nuestros sentimientos (por no hablar de nuestras acciones) dista aún mucho de estar a la altura de esa nueva solidaridad de nuestro destino.
Dentro de la densa red mundial de interdependencia global, no podemos estar seguros de nuestra inocencia moral cuando otros seres humanos sufren humillación, sufrimiento o dolor. No podemos afirmar, sin más, que no lo sabemos, ni podemos estar convencidos de que cambiando algo en nuestra conducta no pudiéramos evitar o, cuando menos, aliviar la suerte de quienes sufren. Tal vez seamos impotentes a nivel individual, pero capaces de hacer algo si actuamos juntos: a fin de cuentas, la "unión" la hacen (y está hecha de) los propios individuos. El problema estriba en que -como bien se quejaba otro gran filósofo del siglo XX, Hans Jonas-, aunque el espacio y el tiempo ya no limitan los efectos de nuestras acciones, nuestra imaginación moral no ha progresado mucho más allá del nivel que alcanzara en tiempos de Adán y Eva. Las responsabilidades que estamos dispuestos a asumir no van tan lejos como la influencia que nuestro comportamiento cotidiano ejerce sobre las vidas de personas cada vez más distantes de nosotros.
El proceso de globalización ha producido hasta el momento una red de interdependencia que penetra hasta en el último rincón del globo, pero poco más. Sería exageradamente prematuro hablar siquiera de una sociedad o de una cultura globales, por no mencionar un sistema político o jurídico global. ¿Puede preverse el surgimiento de un sistema social global al final (aún lejano) del proceso de globalización? Si existe, ese sistema no se asemeja aún a los sistemas sociales que hemos aprendido a considerar como normales. Nosotros concebíamos los sistemas sociales como unas totalidades que coordinaban y ajustaban (o adaptaban) todos los aspectos de la existencia humana (en especial, los mecanismos económicos, el poder político y las pautas culturales). En la actualidad, sin embargo, elementos que antes estaban coordinados en un mismo nivel y dentro de una misma totalidad han sido separados y situados en niveles radicalmente dispares. El alcance planetario del capital, las finanzas y el comercio -las fuerzas que deciden la amplitud de opciones y la efectividad de las que dispone la acción humana, o lo que es lo mismo, el modo en que viven las personas y los límites de sus sueños y de sus esperanzas- no se ha visto correspondido a similar escala por los recursos que la humanidad ha desarrollado para controlar esas fuerzas que controlan las vidas humanas.
Lo más importante de todo es que tampoco hay un control a una escala global que sea equiparable a la dimensión planetaria antes mencionada. Podríamos decir que el poder ha "huido" de aquellas instituciones -desarrolladas a lo largo de la historia- que ejercían un control democrático sobre los usos y los abusos del poder en los Estados-nación modernos. La globalización, en su forma actual, implica una progresiva pérdida de poder de los Estados nacionales, sin que (hasta el momento) haya surgido un sustituto efectivo de ellos.
Parecida actuación, digna del mejor Houdini, habían realizado otros actores económicos en una ocasión anterior, aunque, evidentemente, a una escala más modesta. Max Weber, uno de los más finos analistas de la lógica (o del carácter ilógico) de la historia moderna, señaló que, si en algún lugar había que buscar la génesis del capitalismo moderno, era en la separación entre el ámbito de los negocios y el ámbito doméstico, entendiendo por "doméstico" lo referido a aquella tupida malla de derechos y deberes mutuos sostenida por las comunidades de los pueblos y los burgos, las parroquias y los gremios artesanales, dentro de la que las familias y los vecindarios se encontraban firmemente arropadas. Con dicha separación (que haríamos mejor en calificar de "secesión", en honor de la afamada alegoría antigua de Menenio Agripa), los negocios se aventuraron más allá de una auténtica frontera y se adentraron en una tierra de nadie, libre de toda preocupación moral y limitación legal, y lista para ser subordinada al código de conducta de los propios negocios. Como bien sabemos, la extraterritorialidad moral sin precedentes de las actividades económicas acabó desembocando en el espectacular avance del potencial industrial y del crecimiento de la riqueza. Sabemos asimismo que, sin embargo, durante la práctica totalidad del siglo XIX, esa misma extraterritorialidad redundó en grandes dosis de sufrimiento y pobreza, así como en una polarización de niveles y de oportunidades de vida difícilmente concebible hasta entonces. Por último, sabemos también que los Estados modernos emergentes reivindicaron para sí esa tierra de nadie de la que los negocios se habían apropiado en exclusiva. Los organismos estatales encargados del establecimiento de reglas y normas invadieron ese territorio y, finalmente (aunque no sin haber vencido antes una feroz resistencia), se lo anexionaron y lo colonizaron, llenando con ello el vacío ético y atenuando sus consecuencias menos atractivas para la vida de sus súbditos/ciudadanos.
La globalización podría describirse como una especie de "secesión, segunda edición". Los negocios han vuelto a rehuir su confinamiento hogareño, sólo que esta vez, el hogar abandonado es el "hogar imaginado" moderno, circunscrito a (y protegido por) los poderes económicos, militares y culturales de los Estados-nación, coronados por la soberanía política. Una vez más, los negocios han adquirido un "territorio extraterritorial", un espacio propio donde pueden deambular a sus anchas, barriendo de un plumazo los obstáculos menores erigidos por unos débiles poderes locales y esquivando aquellos construidos por los poderes fuertes. Pueden perseguir sus propios fines e ignorar o soslayar todos los demás, tachándolos de irrelevantes desde el punto de vista económico y, por consiguiente, de ilegítimos. Y, de nuevo, observamos hoy unos efectos sociales similares a los que tanta indignación moral causaron en la época de la primera secesión, sólo que ahora (como la propia segunda secesión) son de una escala inmensamente mayor, de alcance global.
Hace más de un siglo y medio, en pleno auge de la primera secesión, Karl Marx acusó de "utopismo" (un error, a su juicio) a los defensores de una sociedad más equitativa y justa que esperaban conseguir su propósito frenando en seco el avance del capitalismo y regresando al punto de partida, al mundo premoderno de los clanes y los talleres familiares. Marx insistía en que no había vuelta atrás y, al menos en este punto, la historia le dio la razón. Para tener alguna posibilidad de arraigar en la realidad social, toda forma de justicia y equidad debe hoy (como entonces) partir de allí hasta donde las transformaciones irreversibles han llevado ya a la condición humana. Eso es algo que deberíamos recordar cuando contemplemos las opciones endémicas a la segunda secesión.
Retirarse de la globalización de la dependencia humana, del alcance global de la tecnología y las actividades económicas humanas, ha dejado de ser, con toda seguridad, una opción viable. De nada servirán las "defensas numantinas" ni el "repliegue hacia los poblados tribales (o nacionales, o comunitarios locales)". Lo que cabe preguntarse no es cómo invertir el curso del río de la historia, sino cómo combatir la contaminación que arrastra en forma de sufrimiento humano y cómo encauzar su caudal para obtener una distribución más equitativa de los beneficios que transporta.
Y hay otro punto que conviene no olvidar: sea cual sea la forma que adopte el control global sobre las fuerzas globales que finalmente se postule, éste no podrá ser una réplica aumentada de las instituciones democráticas desarrolladas durante los dos primeros siglos de la historia moderna. Esas instituciones fueron cortadas a medida del Estado-nación -que, por entonces, era la mayor y más abarcadora de las "totalidades sociales"- y resultan particularmente inapropiadas para cualquier ampliación que les haga adquirir una dimensión global. Para empezar, el Estado-nación tampoco nació en su momento de una simple expansión de los mecanismos comunitarios locales. Todo lo contrario: fue el producto final de unas modalidades radicalmente novedosas de unión humana y de unas nuevas formas de solidaridad social. Tampoco fue el resultado de una discusión y un consenso alcanzados mediante duras negociaciones entre comunidades locales. El Estado nacional, que acabó proporcionando la ansiada respuesta a los desafíos de la "primera secesión", implementó ésta pese a la oposición de los defensores acérrimos de las tradiciones comunitarias y procediendo a una erosión adicional de las ya menguantes y escuálidas soberanías locales.
La única respuesta eficaz posible a la globalización es global. Y la suerte de esa respuesta global depende del surgimiento y el afianzamiento de un espacio político igualmente global (que no internacional o, para ser más exactos, interestatal). Este espacio es lo que hoy se echa más notoriamente en falta. Los actores globales existentes se muestran especialmente renuentes a implantarlo. Sus adversarios más ostensibles, formados en el viejo (pero cada vez más ineficaz) arte de la diplomacia interestatal, parecen carecer de la capacidad y los recursos necesarios. Se necesitan nuevas fuerzas que reinstauren y revitalicen un foro verdaderamente global y adecuado a la era de la globalización, y éstas sólo podrán afianzarse soslayando ambas clases de actores.
Ésta parece ser la única certeza; el resto depende de nuestra inventiva común y de nuestras prácticas de ensayo y error político. A fin de cuentas, muy pocos pensadores (por no decir ninguno) pudieron prever, en pleno desarrollo de la primera secesión, la forma que acabaría adoptando el mecanismo de reparación de daños. De lo que sí estaban seguros era de que el imperativo fundamental de su época consistía en dar con algún mecanismo de esa clase. Todos estamos en deuda con ellos por haberlo entendido así.
Faltos de los recursos y las instituciones que se necesitan para ese esfuerzo colectivo, nos sentimos frustrados ante la pregunta: "¿quién será capaz de hacerlo?" (aunque acertemos a suponer qué es lo que hay que hacer). Pero aquí estamos y no hay ningún otro lugar disponible en este momento. Hic Rhodos , como decían los antiguos: hic salta ["Aquí está Rodas, baila aquí"].
Nadie podría reclamar para sí el honor de haber constatado mejor los dilemas a los que nos enfrentamos, a la hora de subir esos escalones, que el gran Italo Calvino en su Las ciudades invisibles , cuando puso en boca de Marco Polo las palabras siguientes: "El infierno de los vivos no es algo que será: si tal cosa existe, es lo que ya está aquí, es el infierno en el que vivimos a diario y que formamos estando juntos. Hay dos modos de escapar a ese sufrimiento. El primero es fácil para muchos: aceptar el infierno y convertirse hasta tal punto en parte del mismo que ya no se sea capaz de verlo. El segundo es arriesgado y exige vigilancia y aprensión constantes: buscar y aprender a reconocer, en pleno infierno, quiénes y qué no son tal infierno para luego hacer que perduren, para darles espacio".
Supongo que ni Levinas ni Løgstrup rehusarían añadir sus firmas a tal consejo.
[Traducción: Albino Santos Mosquera]

Realidad Socioeconómica Mundial/Argentina

Realidad Socioeconómica