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martes, 22 de junio de 2010

La Argentina frente al nuevo panorama político y económico mundial.



La llegada del peronismo por cuarta vez al poder se produjo en julio de 1989. Fue el año de la caída del Muro de Berlín y el derrumbe de la caída de los regímenes comunistas en Europa central en el marco de la disolución de la Unión Soviética, ocurrida en 1991. el año 1989 fue también el del Consenso de Washington. Se denominó así a un conjunto de acuerdos convenidos por representantes de organismos estadounidenses e internacionales. Intervinieron en ellos miembros del Banco Mundial y del FMI, del Departamento del Tesoro y del Departamento de Estado de los Estados Unidos, de los ministros de finanzas del grupo G-7 (los siete países más industrializados), y los presidentes de los bancos de mayor alcance internacional. Se acordó que se otorgaría ayuda financiera a los países que sufrieran inconvenientes con el sector externo, en la medida en que estos aceptaran las ideas económicas del Consenso. Las medidas que los países en dificultades – es decir, los países no desarrollados, y entre ellos los de América Latina – deberían implementar eran las siguientes: reformar al Estado desregulando sus actividades, otorgar facilidades a las inversiones extranjeras, liberar el sistema financiero, mejorar el sistema impositivo y luchar contra el déficit fiscal.

La apertura de la economía.

Carlos Menem, en su discurso ante la Asamblea Legislativa Nacional, anunció el comienzo de una nueva política con estas palabras: “Desde el Estado nacional vamos a dar el ejemplo a través de una cirugía mayor que va a extirpar de raíz males que son ancestrales e intolerables. Todo aquello que puedan hacer por sí solos los particulares no lo hará el Estado Nacional.”
Meses antes de su asunción a la presidencia, Menem había anunciado su acuerdo con el holding Bunge & Born, para que uno de sus hombres se hiciera cargo del Ministerio de Economía. Finalmente se impuso el nombre de Néstor Rapanelli, un alto ejecutivo del grupo empresario. El nuevo ministro anunció el 17 de julio un plan de drásticas reformas para el sector público, un acuerdo con 300 empresas líderes para congelar los precios por 90 días y una convocatoria para la realización de negociaciones paritarias entre empresarios y sindicatos. Al día siguiente, el Poder Ejecutivos envió al Congreso los proyectos de leyes de Reformas del Estado, y de Emergencia económica, que marcaron un claro distanciamiento con las premisas del peronismo histórico. Por el primero, se le otorgó al Poder Ejecutivo amplias facultades para la ejecución de un plan de privatizaciones, olvidando las críticas efectuadas – poco tiempo antes – por los justicialistas a los intentos privatizadores de Alfonsín. Por el segundo, el Estado fue liberado de su obligación de “comprar lo nacional”, suspendiéndose por el período de seis meses toda clase de subsidios. La UIA y la SRA otorgaron un inmediato respaldo a estos proyectos. La Ley de Reforma del Estado fue aprobada el 17 de agosto sin el acuerdo del radicalismo, mientras la ley de Emergencia Económica fue sancionada el 1 de septiembre, luego de reformas impuestas por el radicalismo.

Las privatizaciones, contempladas en la Ley de Reforma del Estado, no se hicieron esperar. En agosto, Roberto Dromi (ministro de Obras y Servicios Públicos) anunció la venta de las emisoras de radio y los canales de televisión del Estado, mientras María Julia Alzogaray, designada para la privatización de ENTEL, hacía lo mismo con dicha empresa. En septiembre continuaron los anuncios con SEGBA (Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires), los ramales ferroviarios y la desregulación de la actividad petrolífera. Mientras tanto, algo quedaba pendiente y era atender las expectativas de obreros y sindicatos peronistas que habían votado al gobierno, y recordaban las consignas preelectorales basadas en el “salariazo” y la “revolución productiva”. En septiembre de 1989, el presidente anunció que no se permitirían aumentos salariales, y Rapanelli informó que de ese momento en adelante, los aumentos se harían en base a la inflación proyectada (por el gobierno) y no en relación a la inflación pasada. Ante esos hechos, la CGT se dividió en dos grupos, uno conciliador con las políticas gubernamentales encabezado por Andreoni, y otro confrontativo dirigido por Saúl Ubaldini.

Hacia fines de 1989, la situación económica empeoró. Los controles de precios, salarios, de cambio y tasas de interés eran la parte no tolerada de la política oficial, por los que demandaban una política económica abierta y liberal. El gobierno devaluó fuertemente el austral y liberó el mercado de cambios. Fueron aumentados combustibles, tarifas y salarios. El dólar se disparó otra vez, la inflación pasó del 6,5% al 40%, y Rapanelli fue reemplazado por Erman González quien, al comenzar el año 90, canjeó compulsivamente los depósitos de los ahorristas por BONEX (Bonos Externos). Fue un acto de expropiación con graves consecuencias para los pequeños y medianos ahorristas. El primer día de cotización la lámina de 100 Bonex se vendió a menos de la mitad de su valor nominal. En febrero, la inflación alcanzó el 79% y llegó al 95% en marzo de 1990. En abril, la situación mejoró y hacia el mes de noviembre, el gobierno considerando que el Estado era un mal administrador, anunció la privatización del Jardín Zoológico y de Aerolíneas Argentinas, mientras el 18 de diciembre, informaba la misma decisión para 13 organismos estatales (SEGBA, OSN, Gas del Estado, YPF, Puertos, ELMA, Yacimientos Carboníferos Fiscales, Vialidad, Ferrocarriles, la Casa de la Moneda, la Junta de Granos y Subterráneos). Los beneficiarios de las privatizaciones fueron los grandes grupos económicos más poderosos del país asociados con operadores internacionales. La concentración económica creció y estos grupos aumentaron su poder e influencia. Una de las características más negativas de las privatizaciones fue la de otorgarles a las empresas un virtual monopolio en su área de acción. A pesar de todo, la inflación no se detenía. Fue entonces cuando se aprobó el paso de Domingo Cavallo de la Cancillería al Ministerio de Economía.

Convertibilidad, estabilidad y desocupación.

El 19 de febrero de 1991, Cavallo, con muy buena imagen, asumió la conducción del Ministerio de Economía y envió su proyecto de Ley de Convertibilidad al Congreso. El plan fue convertido en ley de la Nación; en Diputados votaron en su contra el radicalismo, el partido Intransigente, la Democracia Cristiana y otros partidos de izquierda.
A partir de 1992 comenzó a circular la nueva moneda: el peso, que equivalía a un dólar. El Banco Central debía contar con una reserva de divisas igual a la moneda en circulación, y se prohibió emitir moneda sin respaldo. El alza de precios se desaceleró y continuó así, hasta que en 1996, la Argentina figuró entre los países con menos inflación del mundo. Se implantó un régimen tributario con fuertes controles sobre la evasión de las pequeñas y medianas empresas. El plan permitió alcanzar la ansiada estabilidad; con esto retornaron las ventas a crédito, y la economía se reactivó. Los años 1991, 92, y 93 evidenciaron esa recuperación: de 200 mil heladeras vendidas en 1990 se pasó a cerca de 800 mil en 1993, la demanda fue también intensa en lavarropas, televisores y automóviles.
Estos logros tenían una contracara: la caída del salario real. Éstos, a partir de 1990 comenzaron una declinación ininterrumpida. Se trabajara tanto en el ámbito público como en el privado, el resultado era el mismo. En el primero, el congelamiento era resultado de las restricciones presupuestarias; en el segundo, la misma reducción salarial era, de decía, condición necesaria para poder competir.
La convertibilidad no solo ocasionó el derrumbe de los salarios, sino un masivo ingreso de capitales que produjo una desconocida liquidez (disponibilidad de dinero), a partir de la cual apareció una sensación de riqueza disfrutada por los sectores medios que no volvería a repetirse. Mientras tanto, la espectacular venta de empresas o activos públicos atraía a inversores externos y capitales repatriados. Su compra fue disputada por los grandes grupos económicos locales, y conglomerados extranjeros conocidos, desarrollándose un proceso de concentración económica que perjudicó, y en muchos casos, llevó a la quiebra a la mediana y pequeña empresa nacional. En este marco, fue destacado el papel jugado por las empresas trasnacionales, que en alianza con representantes de la burguesía nacional, tomaron el control de las empresas alimenticias, industriales y supermercados.
El Estado se fue desprendiendo de la administración de tantas empresas deficitarias. Estaba recaudando como pocas veces en su historia y había recibido unos 200.000 millones por las privatizaciones. Ahora tenía las manos y el presupuesto libres para ocuparse de los temas que justifican su existencia: salud, educación, asistencia y previsión social y seguridad.
El primer cimbronazo del plan Cavallo se produjo entre 1994 y 1995 como consecuencia de la crisis mexicana. Con el llamado “efecto tequila” se inició el ciclo económico caracterizado por la fuga de capitales, la recesión y el aumento constante del desempleo. En 1996 la crisis provocó la renuncia de Cavallo y Roque Fernández asumió como ministro de Economía, sin que mejorara sustancialmente la situación económica.

El fin del Estado Benefactor.

Los acuerdos iniciales del gobierno de Menem con el empresariado y las medidas propuestas por el Consenso de Washington exigían una reforma del marco legal regulatorio del mercado laboral. Estas reformas se denominaron flexibilización laboral y apuntaban a minimizar costos a partir de la reducción de las indemnizaciones por despidos y de la generalización de los contratos de trabajo por tiempo corto, ignorando la continuidad y seguridad en el empleo.
La precarización laboral (trabajo mal pago e inseguro) había hecho su aparición durante el gobierno radical (que introdujo la llamada contratación a tiempo determinado) pero fue en la década de los 90 que alcanzó dimensiones insospechadas. Algunos de los instrumentos legales que posibilitaron la flexibilización laboral fueron: el decreto 1334 de 1991 que impuso la mejora en la productividad como único medio para alcanzar aumentos salariales, la ley de accidentes de trabajo de ese mismo año, por la que se fijaron topes y menores indemnizaciones por esa causa, y la ley de empleo de 1993, por la que se redujeron los aportes patronales para jubilaciones y obras sociales, junto con las indemnizaciones por despidos injustificados. Tras diez años de cambios económicos estructurales, el país recuperó la confianza en su moneda y volvió el crédito. Sin embargo, según datos del Banco Mundial a mediados de 1999, el 20% más rico de la población se queda con la mitad del ingreso nacional, mientras que el 20% más pobre solo recibe el 5%; casi la mitad de la población argentina vivía en la pobreza.

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